
Después de descargar toda su ira contra las indemnes rocas del acantilado el mar cayó abatido, pero sin descansar apenas se levantó con fervor y de un golpe volvió a arremeter aún con más fuerza contra ellas. Los pilares de la tierra temblaron pero no quebraron y terribles tormentos sacudieron durante largo tiempo el cielo y los infiernos. La paz no retornó hasta la llegada del amanecer pero no trajo consigo el añorado descanso sino el llanto, el llanto de una oscura silueta clavada de rodillas en la orilla, sobre la fina arena, donde descansaban por fin los destrozados restos del pequeño y laborioso nautilus de su esposo, desaparecido para siempre en la profundidad del abismo.