De donde yo vengo el mar no es tan azul y siempre está en calma. El aire, que mece a su antojo las olas y serpentea entre las espigadas velas que se alzan anhelando el firmamento, es cálido en verano y tan frío en invierno que hasta la espuma que suavemente acaricia la orilla se escarcha a su llegada. Los veleros que en su infinidad se adentran hasta perderse en la lejanía del horizonte van dejando tras de sí estelas rectilíneas como si fuesen migas de pan y bajo una bruma polvorienta arrastran a su regreso los víveres que nacen del angosto fondo de sus entrañas. El olor a salitre que empuja la brisa a veces con ella se confunde con el verdor de los pinos o la quemazón de las chimeneas o el agradable dulzor de las flores en abril, y la humedad que se posa despistada sobre la ropa tendida se desvanece al instante bajo las tiernas caricias de los rayos del sol.
El mar de donde yo vengo no es tan azul, ni tan profundo, ni si quiera tan extraordinariamente extenso pero es dulce y apacible como el que descansa frente a mis ojos ahora y acaricia con suavidad mis pies descalzos.
Me ha confesado el viento que esconde bajo su ombligo estrellas fugaces caídas del cielo y recita poemas de amor cuando cree que nadie la escucha. Que para que olvidemos el paso del tiempo borra las huellas que vamos dejando y que nos ofrece su horizonte vacío para que lo inundemos de ilusorias quimeras. Que cada vez que sopla el sur se acurruca en su regazo para aliviar el malestar de su alma y que, cual pirata con pata de palo, esconde en las playas desiertas sus más apreciados tesoros.
Pero este mar que se acuesta cada noche sobre la espalda de una ciudad apagada y se tiñe cada amanecer del color rojizo del cielo no siempre está en calma ni se muestra siempre tan placentero y sereno.
En ocasiones se vuelve iracundo y arremete violentamente contra la costa indeleble que a veces se quiebra. Enloquecido salta por los aires maldiciendo su destino, resquebrajando cuanto encuentra a su paso. Despiadado vuelca su cruel fuerza contra la fragilidad de los barcos que aguantan como pueden sus embates. Se retuerce y se estruja con saña sobre su espíritu hasta hacer temblar las estrellas. Ensombrecido por los atroces delirios que le persiguen golpea una y mil veces contra los sueños maltrechos de pequeños pescadores que no pierden la esperanza pero tampoco sus miedos. Y cuando despierta de sus propias pesadillas y descubre lo que ha hecho se hunde en si mismo arrepentido y apenado por el llanto que llega de lejos.
Así es este mar, tan diferente al que reposa de donde yo vengo, tierno y placido en su lucidez, impulsivo y enfermizo en su tormento.